Nueva política

Nueva política

En mi opinión, la evolución y la madurez mantienen una estrecha relación con la superación de clichés añejos, de sectarismos y frentismos que responden a posiciones pueriles, demuestran ingenuidad y sirven por encima de todo a los intereses de una minoría. Creo que el sentido crítico es indispensable para tener una opinión formada e incluso constituirse en un ser humano completo y acabado. Se me ocurren muchos ejemplos de personas que se acercan a una edad provecta y que demuestran una apertura mental y un criterio que sólo pueden ser fruto de una rotunda evolución; ¿o alguien se imagina, por ejemplo, a Iñaki Gabilondo cuestionando a los quince años, en 1957, que fuesen las mujeres las que se encargasen de las tareas domésticas?

Recuerdo, siendo veinteañero, a un director de teatro con el que mantuve una interesante conversación sobre Bertolt Brecht. Gracias a él, que rondaba los sesenta, descubrí la faceta de Brecht como cantante de ópera y, sobre todo, supe de la fructífera existencia de Kurt Weill: me sabía de memoria Alabama Song, interpretada por The Doors, pero no sabía que se trataba de una composición de este genio, socio de Brecht y genial exponente tanto del cabaret berlinés como de la representación cultural alemana en Estados Unidos, junto a nombres como Ernst Lubitsch, Billy Wilder y muchos más. Ya entonces me pareció una pena que, a pesar de poseer una innegable clarividencia en ciertos campos, se negase a cuestionar siquiera la terrible era soviética. Yo mismo, en la adolescencia, discípulo como era de Pablo Neruda, habría considerado un traidor infame a Ryszard Kapuscinski por escribir El Imperio, libro que hoy en día considero una obra maestra. Yo, que me emocionaba con la sola visión de la efigie del Che o la contemplación de la bandera republicana -con la que aún me identifico porque lo cortés no quita lo valiente – he aprendido a pensar para no convertirme en el viejo cascarrabias y cerril que debe de ser hoy el dramaturgo brechtiano.

Es por eso que en estos tiempos convulsos, vertiginosos, y tratando de asimilar tantas novedades y tanta información, acogí con cierto entusiasmo –el que me permiten el cinismo y la distancia que me acompañan desde que soy adulto- el fenómeno de Ciudadanos. Es cierto que Albert Rivera tiene pinta de no haber atesorado aficiones interesantes en su vida, de no ser ningún cinéfilo ni un amante de la literatura. Incluso me atrevería a decir que debe de ser un hortera a nivel musical –creo que por eso me dio tanta pena que Madina no le ganase las primarias a Pedro Sánchez, patético admirador de los protoadolescentes Lori Meyers-, pero había algo en su discurso que me conquistaba: no me sentía tratado como un imbécil. Sentía que no se esperaba de mí que repitiese consignas vacuas y no tenía la sensación de ser engañado como cuando Podemos plañía su victimismo a los cuatro vientos a cuenta de un supuesto desplante de Telecinco que no era tal. Y me seducía la propuesta de abandonar el frentismo que tanto ha lastrado a este país de gente ruidosa, pícara y maleducada. Viendo las trepidantes tramas de Borgen, uno pensaba que, a pesar de los personajes miserables, ojalá España alcanzase el nivel de transparencia danés, y que en ese propósito Ciudadanos podría ser esencial.

Pero dentro de mí ese discurso se empezó a resquebrajar: negar la tarjeta sanitaria a los inmigrantes sin papeles no es ‘sensato’; afirmar que proteger la lengua valenciana es volver a la aldea, tampoco lo es; no cuestionar la monarquía en nombre de la moderación es una trampa; y, sobre todo, me sentí completamente desengañado con la actuación de Juan Marín en Andalucía. A Ciudadanos, la retórica de la nueva política y el desinterés por los asientos se les ha ido por el sumidero. Asiento ya tienen en la Asamblea de Madrid, y lo único que han demostrado es que son un partido capaz de bloquear irresponsablemente, durante tres meses, la elección de presidente en una Comunidad para no retratarse y correr el riesgo de perder votos en las demás. Y eso es tan nuevo como la zarzuela o el croché.

Pactos y televisión pública

PACTOS Y TV... En estas semanas de atmósfera convulsa a cuenta de los pactos entre partidos, si algo ha quedado patente de forma meridiana es el profundo nerviosismo que aqueja a la derecha política y mediática. En el programa del viernes de La Noche en 24 horas, de TVE, Alfonso Rojo declaraba que “bienvenidas sean las mayorías absolutas” para que los gobiernos puedan gobernar y que, si lo hacen mal, ya los echarán los ciudadanos. Este espacio de la televisión pública, desde la vergonzosa defenestración de Xabier Fortes y bajo la dirección de Sergio Martín, se ha convertido en una tertulia rancia de señores de derechas que más parecen competir en exabruptos sesgados simétricamente que tratar de diseccionar la realidad contraponiendo con rigor los distintos elementos que la conforman. De la polifonía de voces cuidadosamente seleccionada se ha pasado al unísono de un discurso, a menudo cerril, en el que caben personas condenadas por mentir y violar el código deontológico de su profesión, como el propio Rojo; de los sutiles resquicios para la ironía, a la risotada zafia de taberna. Por todo esto no es de extrañar que no se alzara ninguna voz disonante y que, por el contrario, Julio César Herrero apoyase la tesis de su compañero aduciendo que si él vota a un partido es para que se ejecute el programa con el que acude a los comicios, y no el de un posible socio de gobierno que pudiese chantajearle y sobre el que su opinión era de antemano negativa. La guinda la puso Graciano Palomo, contrariado hasta la bilis por el desalojo de la alcaldía de Badalona del xenófobo Albiol de mano de la candidatura de unidad de la izquierda para esa ciudad y otras tres fuerzas de similar espectro político. Alfonso Rojo calificó como un “problema” el acaparamiento de poder de Podemos y sus satélites, como si no fuese un problema lo acaecido en Valencia con el resumen gráfico como colofón de una decaída Rita Barberá lamentándose -¡qué hostia, qué hostia!- colgada del cuello del delegado del Gobierno en Valencia, un corrupto detenido pocos días después. Como si una señora como Carmena pudiese subvertir la democracia y llevar a cabo una bolivarización, o bolchevización, de la vida pública y, por el contrario, el tamayazo en 2003 de Aguirre, derrotada ahora por ella, no hubiese constituido ningún ultraje al sistema democrático. Estas y otras personas de las que se nutre la tutelada y manipulada televisión pública española no se limitan a dar una opinión, sino que hacen gala de una falta de honestidad periodística sacrificada para obedecer la voz de su amo. Todos ellos son conocedores de la realidad que describía recientemente el corresponsal finlandés Jyrki Palo, que explicaba que el partido más votado en su país apenas alcanza el 20 por ciento de los sufragios. Esa realidad se repite en muchos países de nuestro entorno y, exceptuando fenómenos neofascistas como el Ukip en Reino Unido, el Frente Nacional en Francia o Amanecer Dorado en Grecia, la mera polarización es positiva por el ejercicio de diálogo que conlleva, lo que la convierte en un instrumento de educación democrática. Como en todo, la sociología entra en juego en estas cuestiones y hay comunidades mayoritariamente nacionalistas, de derechas o de izquierdas e incluso algunas en las que las tres opciones se reflejan en la sociedad casi a partes iguales, como Canarias o Galicia. Y en esta tesitura son los ciudadanos los que, una vez observadas las alianzas e interpretada, por tanto, cuál puede ser la utilidad postrera de su voto, deciden si cambian o mantienen su elección. Los votantes que apoyaron en Reino Unido al Partido Liberal Demócrata en 2010, no contentos con el acuerdo al que llegaron con los conservadores, han retirado masivamente su apoyo al partido de Nick Clegg en los recientes comicios de mayo. De ahí la expectación que despierta Ciudadanos en nuestro país; muchos ex votantes socialistas podrían sentirse desencantados si el partido se aliase con el PP, y muchos ex votantes populares podrían sentirse decepcionados al haber considerado a Ciudadanos una marca blanca del PP y comprobar su posible error, por lo que no volverían a votarles. Y ambos futuribles serían sanos y legítimos. En mi opinión no se trata, como aduce Alfonso Rojo, de absolutismos refrendados o castigados por la ciudadanía, sino de alianzas lógicas que serían castigadas si no son efectivas o si, precisamente, traicionan a esa lógica. Es a todas luces comprensible que PSOE e IU unan sus fuerzas si suman más parlamentarios o ediles que el PP, como sería natural que, si el PSOE fuese la primera fuerza pero PP y VOX sumasen mayoría absoluta, ambas formaciones desbancasen a los socialistas. Y Julio César Herrero ya es mayor para entender estas reglas básicas de la aritmética.