¿Y ahora qué?

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Las recientes elecciones generales han alumbrado un mosaico político de difícil conciliación. La segregación del voto se aproxima a la vaticinada por la mayoría de los sondeos, exceptuando, tal vez, la debacle de Ciudadanos, que si bien no ha sido tal en tanto que provenían del universo extraparlamentario, sí lo ha sido en cuanto a derrumbe de expectativas.

Tras cuarenta años de una dictadura precedida por una república con anarquistas, trotskistas, estalinistas, centristas, socialistas, tradicionalistas y fascistas, en 1977 cabía esperar  un Parlamento que, más que compuesto por bloques, fuese en sí mismo un conglomerado esquizofrénico. La sola idea de un país ingobernable causaba terror en las élites económicas, religiosas y políticas del país, que querían conservar sus privilegios a toda costa.

Ante ese temor, y para evitar una excesiva atomización de los sufragios,  se ideó una ley electoral que favorecía -y favorece- a los grupos mayoritarios y relega a los más pequeños a la marginación. Sin embargo, y sorprendentemente, los españoles dieron muestras de un gregarismo que hoy es marca de la casa y casi resulta entrañable.

El bipartidismo se dibujó primero entre PSOE y UCD para consolidarse después entre AP/PP y PSOE. Desde el comienzo de la era democrática hemos tenido un paisaje parlamentario dominado por dos bloques, ignorante de minorías y sobre-representador de los nacionalismos. Esta sobre-representación ni siquiera ha desaparecido con el escenario arrojado por los últimos comicios, toda vez que UP/IU posee dos escaños con más de 900.000 votos, mientras que el PNV o ERC multiplican ese número varias veces con diez veces menos votos.

En todo este tiempo los únicos que han podido cambiar este sistema por uno de circunscripción única, u otro más justo que el actual, han sido PP y PSOE, y ninguno de los dos ha querido. Albert Rivera fue el primero en quejarse de lo injusto de sus resultados a cuenta de la Ley d’Hont, y ciertamente lo son, pero nada que ver sus 87.000 votos por escaño con el casi medio millón de Izquierda Unida; tener seis escaños según los cálculos utilizados con la coalición de izquierdas en lugar de los cuarenta que posee.

En otro orden de cosas, aunque enlazando con esto último, creo que estas elecciones nos han legado varios detalles de incómodo encaje. Para empezar, la negativa de Pablo Iglesias a confluir con Izquierda Unida y diversos colectivos en una candidatura de unidad se ha revelado como la mayor torpeza de la precampaña. Con el casi un millón de votos de IU, hoy sería pan comido formar un gobierno de izquierdas en el que la fuerza minoritaria fuese el PSOE. Posiblemente el miedo de Iglesias a perder unas primarias contra Garzón enrocaron al primero en esa negativa. Total, que la gente importa, pero importa más el sillón.

Por otro lado, es inaudito que Irene Lozano y Zaida Cantero fuesen en las listas delante de Eduardo Madina. De hecho, se dice que el equipo de Sánchez ha celebrado la pérdida del escaño del político vasco, uno de los mejores que hay en España en mi opinión. De hecho, ya es inaudito que Pedro Sánchez le ganase,  pero en el PSOE lleva mucho tiempo venciendo la mediocridad, y en este caso lo hizo de la mano de la no menos mediocre Susana Díaz.

En cuanto a Ciudadanos, considero que su actitud ha dejado mucho que desear tanto en campaña como después de los comicios. Su ninguneo a Podemos en el debate a cuatro, en el que Rivera amagó con la celebración de más debates sin los de Pablo Iglesias por el varapalo que les vaticinaban las encuestas, fue profético, y una suerte de justicia poética les ha dejado a ellos a dos millones de votos de la formación morada. Eso y sus meteduras de pata, sus enredos con la violencia de género o los rumores cada vez más insistentes sobre el patrocinio de su partido por lo más granado del Ibex 35. Desde este lunes, la insistencia del líder de Ciudadanos de excluir a Podemos de toda negociación porque quieren romper España, tampoco ha dejado a Rivera en mejor lugar: lo que propone Podemos es un referéndum legal, como el que propició el conservador Cameron en el Reino Unido, en el que anuncian que votarían un rotundo no. Sería bueno que desde la nueva política se abandonase la vieja costumbre de tratar a los ciudadanos como idiotas.

Por último, el PP parece no salir de su perplejidad desde la noche del domingo. Mariano Rajoy ha repetido como un mantra desde hace años que debe prevalecer la lista más votada, afirmación que invalidaría a una de las democracias de mayor calidad del mundo, Dinamarca, en donde no gana un partido con mayoría absoluta desde 1909. En los últimos años el PP no ha cesado de sembrar enemistades y, además, ha practicado un inmovilismo imprudente, como el de aquel que camina por las vías y niega que la luz que se aproxima es la de un convoy. Ahora no le queda otra que recoger lo sembrado, y diría mucho a favor de ellos que no demonizaran una alianza de izquierdas que suma un millón de votos más que su unión con Ciudadanos, por mucho que no lo refleje nuestro injusto sistema electoral, el mismo que no ha querido modificar Rajoy y que ahora le da tantos quebraderos de cabeza.

No sólo de formatos vive el hombre

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El debate del lunes supone un paso adelante en lo que a formato se refiere. En Europa y Estados Unidos hace mucho tiempo que los candidatos participan en debates, y la ventaja es evidente. Aquí los debates han sido escasos y encorsetados, a regañadientes por parte del candidato de la fuerza política favorita, o directamente rechazados, como ocurrió con Mariano Rajoy en 2004 y este año, en los actos organizados por El País y Atresmedia.

La cita del 7 de diciembre comenzó con una inefable anomalía: la ausencia de Mariano Rajoy. La presencia, en su lugar, de la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, apenas resultó una treta burda y no exenta de patetismo. Sin embargo, y en mi opinión, la vicepresidenta fue la única participante en el debate que demostró solvencia y solidez en la oratoria, lo que no deja de ser contraproducente para las siglas que defiende toda vez que no es ella la candidata, y la única lectura es la ausencia de carisma de su mentor. Aun así, Sáenz de Santamaría dio la imagen de recitar los temas de memoria y eso supone estar sólo un escalón más arriba que su jefe, que directamente es incapaz de articular un discurso si no lo lee.

Por su parte, Albert Rivera no cumplió las expectativas generadas por su aspiración a convertirse en el nuevo Adolfo Suárez de la nueva Transición y por su proverbial oratoria, que le valió la victoria en un concurso estatal de debate universitario. Rivera se mostró nervioso, inseguro, y no dio la talla de hombre de Estado, sino precisamente, y como mucho, de joven con labia capaz de ganar debates académicos. Además se reveló prepotente y desdeñoso, sobre todo con Pablo Iglesias, al que dedicó gestos y risas condescendientes y maliciosas que fueron captados por las cámaras gracias a la pericia del realizador. En este debate, el candidato de Ciudadanos pareció dar la razón a los que lo califican de producto de marketing con un discurso vacío.

Pablo Iglesias tampoco desplegó la solvencia exigible a un candidato a la Presidencia del Gobierno. Fue tal vez el orador más hábil, y el más espontáneo, y demostró atesorar el mayor fondo de armario cultural de todos los participantes. También hizo el mejor discurso de cierre, pero le sobró ese golpecito en el pecho, del que se mofó Rivera de esa forma en que un estudiante de Derecho, con pantalones chinos y zapatos castellanos, y llamado al éxito, se ríe del  jipi de la Facultad de Políticas llamado a pasar hambre. La mofa estuvo mal, fue poco elegante, pero ese golpecito, su alusión a Ocho apellidos catalanes y su error al nombrar a Pricewaterhouse Coopers delataron  una falta de talla insoslayable. Además, y aunque es bueno que se esfuerce en dejar de fruncir el ceño, es difícil de creer ese estado de sonrisa permanente, que sólo puede ser impostada o provocada por el consumo de cannabis o la conversión al budismo. Por último, la estrategia de ofrecerse al PSOE sólo si Podemos es la primera fuerza es  un poco zafia. Nadie se cree que si ambos partidos suman mayoría absoluta, o simple con la abstención de Ciudadanos, Iglesias no apoyaría a Pedro Sánchez.

Viendo a Pedro Sánchez pienso irremediablemente en el error que cometió el PSOE al prescindir de Eduardo Madina para la secretaría general. Más que error, conspiración de la mediocre y totalmente prescindible Susana Díaz, que pensó que Sánchez sería más fácil de descabalgar que el político vasco. Sánchez también estuvo nervioso, interrumpió a sus oponentes y también mostró arrogancia y falta de preparación. También dejó su perla cuando razonó que en 1978 no existía internet, como si eso fuera un dato determinante, aparte de ser falso si somos rigurosos y tenemos en cuenta que la red la inventó el ejército estadounidense en los años sesenta. Pero eso es lo de menos. Lo de más es que Sánchez confía más en su metro noventa y seis de estatura y en su mirada a la cámara que en su valía intelectual. De hecho, Madina es un verdadero socialdemócrata con un robusto tejido ideológico, pero aquí también primó el marketing. Y la ambición de algún o alguna mediocre.

En definitiva, el debate consituyó un avance respecto al formato, que fomentaba la agilidad, la reducción al mínimo de argucias, tretas y condiciones interesadas, pero lo que necesita España es mejores candidatos. Y mejores ciudadanos que no permitan a su presidente escurrir el bulto, ni le dejen continuar en el cargo después de escribirle a Bárcenas que sea fuerte, ni le perdonen que consten registros que corroboran la existencia de quince sueldos en dinero negro cuando era candidato a presidente. Con políticos y ciudadanos así casi daría igual que los debates fuesen mudos.